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viernes, 27 de julio de 2012

LIBROS ENCANTADORES.....


 Cuando estos calores estivales destruyen tantas extensiones de bosque, estaba yo leyendo, casualmente, el libro "El bosque animado".
Qué maravilla de libro, hacía muchos años que lo leí y no lo recordaba totalmente. Cuánta sensibilidad, cuánta poesía en sus páginas, qué maestría en la descripción. Quizás sea el libro más entrañable de cuantos ha escrito este autor.
Nos dice Wenceslao Fernández Flórez: "Este es el libro de la fraga de Cecebre. San Salvador de Cecebre es una parroquia de Galicia, rugosa, frondosa y amena. Cuando un hombre consigue llevar a la fraga un alma atenta se entera de muchas historias..... Entonces se comprende que existe otra alma allí, infinitas almas, que están animado el bosque entero".

Afinando su mirada poética, Fernández Flórez ha logrado captar todas esas historias y comunicarlas en esta novela deliciosa y profunda. El lector que se acerque a ella descubre bajo la seductora y mágica narración los latidos ocultos del alma humana en consonancia con la naturaleza. 


 


 Fragmento de su libro:

“Había una nube de color de topo apoyada en el monte Xalo, una nube pesada y desmedida que abrumaba el horizonte. Y vino el viento sur, afirmó los pies en el valle y se la echó a los hombros como un mozo puede cargar un saco de trigo colocado en un poyo. Pesaba tanto la nube  que en la tierra se sentía el aliento tibio y húmedo del viento que jadeaba ráfagas, quería llevarlas hasta el mar, aún lejano: pero al pasar por el Cercebre los pinos rasgaron la cenicienta envoltura y todos los granos de agua cayeron, apretados, sucesivos, inagotables, sobre la verde y quebrada extensión del suelo. Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos líquidos y de partículas acuosas que iban y venían.

 En los establos penumbrosos, los bueyes fumaban su propio aliento, y en el balcón techado de la casa del cura, el gato - con la cola pegada al costado izquierdo, como una espada-, sentado sobre su vientre, miraba con ojos de chino una hora y otra hora, entre los barrotes pintados de azul, cómo caían tubitos de cristal .  

Entonces la tierra se puso a trabajar, según su vieja sabiduría, para no anegarse, porque a la tierra le dura aún el terror del Diluvio. ¿Dónde meter, Señor, tanta agua? ¿Qué hacer con ella? Y primero la escondió en los sembrados esponjosos y bajo la hierba de los prados, y luego hizo barro del polvo de los caminos.

Las plantas bebieron hasta engordar; las corredoiras  aviniéronse a convertirse en cauces; los arroyuelos que bajan hasta el río, olvidados entre herbazales se dieron una prisa ruidosa en llevar y verter su hinchada corriente; cada planicie arada se hizo cartel de escudo, a barras alternadas de plata y ocre, y como escudos de metal abandonados nacieron aquí y allá charcos inmóviles.
En la fraga todos trabajaron también: los musgos se ensancharon; las piedrecitas de cuarzo de los senderillos dieron toda la tierra que adhirieran y se quedaron blancas y delatadas; cada hoja cargó todas las gotas que pudo soportar y las sostuvo en lo alto, y esos enanitos de gorros de colores que son los hongos y que tienen sangre de agua porque son hijos de la lluvia, nacieron a centenares, bruscos como un milagro, maliciosos y burlones”.

Wenceslao Fernández Flores:
( La Coruña, 1885- Madrid, 1964) 





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